Científicos e ingenieros suelen considerar a las matemáticas como un mero instrumento, una herramienta extraordinariamente útil, indispensable en su quehacer diario. Aun siendo todo ello cierto, suele desdeñarse el indudable acierto que en ocasiones han conseguido las matemáticas prediciendo estructuras naturales, aún no descubiertas.

Tal fue el caso de los fullerenos. Estas moléculas de carbono deben su nombre al arquitecto-inventor estadounidense Richard Buckminster Fuller, inventor de la cúpula geodésica que recuerda al modelo de alambres de la buckybola o C60 (el fullereno más esférico posible). Sin deseos de entrar en polémica, bien es cierto que el mérito que se le reconoce a Fuller quizás esté injustificado: la forma externa de la buckybola corresponde a uno de los llamados «poliedros arquimedianos» ya descritos por el sabio Arquímedes de Siracusa, allá en el siglo III a.C. Siglos después, ya en el siglo XVII, el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler volvió a redescubrir ese poliedro en su famoso libro Harmonices Mundi (Las armonías del mundo). Así que, más honestamente, los fullerenos debieran haber sido llamados arquimedenos o keplerenos. Sea como sea, las matemáticas se adelantaron al descubrimiento de esas formas naturales.

Desde luego, este no es ni será el único caso. En 1880, el químico y matemático alemán Hermann Amandus Schwarz, conocido por su trabajo en el campo del análisis complejo, imaginó unas estructuras con geometrías complejas cuyas superficies resultaban ser mínimas, periódicas y con curvatura negativa, como las de la conocida silla de montar. Algo más de un siglo después, su trabajo tuvo eco en un campo aparentemente alejado. El químico inglés Alan Mckay y el físico mexicano Humberto Terrones Maldonado postularon que la inclusión de anillos de carbono con más de seis átomos en una malla hexagonal de grafeno podría originar estructuras con las características que describió Schwarz. Resultaba, además, que dichas estructuras debían tener una estructura microporosa tridimensional, similar a la que exhiben las denominadas zeolitas (aluminosilicatos microporosos que destacan por su capacidad para hidratarse y deshidratarse de un modo reversible). McKay y Terrones denominaron «schwarzitas» a estas estructuras, en honor al matemático alemán, que avanzaron que debían ser cristalinas con celdillas unidad que podrían contener hasta centenares de átomos. Desafortunadamente, hoy día todavía resulta imposible sintetizar átomo a átomo un material con este nivel de complejidad. Por lo que las schwarzitas continuaron siendo solo una posibilidad teórica.

Recientemente, un grupo de investigadores brasileños del Centro de Ingeniería y Ciencias Computacionales del Estado de Sâo Paolo en colaboración con investigadores de la Rice University de Estados Unidos, ha logrado simular el comportamiento mecánico de estos materiales cristalinos y la forma de reproducir su estructura microporosa a escala macroscópica mediante una impresora 3D y material polimérico. Y los resultados teóricos no podían ser más sorprendentes: las schwarzitas deberían exhibir unas propiedades de resistencia mecánica a la compresión absolutamente extraordinarias (por lo que cabría denominarlas ultrarresistentes). Las estructuras macroscópicas que replicaban la estructura microporosa a escala macroscópica no solo apuntan en la misma dirección, si no que nos instruyen sobre el mecanismo que la hace posible y que guarda similitud con el mecanismo que confiere su gran resistencia a las conchas marinas.

Las conchas son el escudo protector de las partes blandas de los moluscos bivalvos (como las almejas, los mejillones o las ostras) y de los gasterópodos (como las caracolas). Su función de protección las ha dotado de una estructura ultrarresistente. Esta cubierta dura está compuesta en su mayor parte por un compuesto bastante común (el carbonato cálcico) en forma de cristales (calcita) embebidos en una matriz de proteínas y polisacáridos (llamada conquiolina). Es precisamente esta matriz la responsable de poder absorber presiones extremadamente altas sin fracturarse, ya que puede comprimirse y transferir las tensiones a toda la estructura.

Aun cuando las estructuras de schwarzitas que han sido replicadas a escala macroscópica están compuestas por un solo material (el material polimérico PLA utilizado en impresoras 3D), y no dos, como poseen las conchas, al aplicar una fuerza de compresión sobre el material, este se deforma lentamente y de manera no homogénea, estratificadamente: los poros de las capas más altas, que sufren más directamente la presión, se cierran primero y luego cierran a los que se encuentran debajo. Este mecanismo escalonado evita o retrasa la fractura catastrófica del material.

De poderse disponer de unos materiales así, no faltarían aplicaciones potenciales: chalecos antibalas, elementos de protección ante impactos, parachoques, aeronaves, etc. Además, aunque solo se han explorado las propiedades mecánicas, las matemáticas también susurran la posibilidad de que estas estructuras también podrían exhibir características y propiedades electromagnéticas poco comunes.

Fuente original: Noticias de la Ciencia y la Tecnología